Dominación y resistencia en la favela
Por: Raúl Zibechi
Los peatones
son los reyes ante los que deben rendirse los coches. Tal vez sea la diferencia
mayor entre la favela y el asfalto, algo en lo que no suelen reparar ni los
medios ni los analistas del sistema. La calle es el paraíso de la gente común,
de los niños que juegan con la pelota, de las niñas que saltan y corren, de las
mujeres que arrastran bolsas de alimentos y los jóvenes que se abren paso con
sus motos haciendo piruetas entre los autos y las adolescentes, a las que no
parecen impresionar.
Timbau es
una de las 16 favelas de la Maré, enorme espacio pegado a la bahía de Guanabara
con 130 mil habitantes, que los migrantes nordestinos fueron ganando al mar
metro a metro desde sus precarios palafitos, que comenzaron a erigir un siglo
atrás. Timbau es una de las pocas favelas del norte de la ciudad en ancas de un
morro, que disfruta el privilegio de otear a ésta, la bahía y los cerros.
Cuando el sol cae a plomo se hace pesado caminar cuesta arriba y todo se mueve
en cámara lenta.
Si se define
a la favela por lo que no tiene, como suelen hacer los centros de estudios que
priorizan las carencias, habría que empezar diciendo que no hay bancos ni
supermercados, ni esas catedrales del consumo llamadas malls. Parece un barrio
proletario de cualquier centro industrial de comienzos del siglo XX, cuando los
obreros vivían de un modo diferente a los demás, con expectativas vitales
diferentes, y en lugares distintos, como nos recuerda Eric Hobsbawm (Historia
del siglo XX, Crítica, p. 308).
En una de
las callejuelas, entre un almacén y una peluquería donde alisan sus cabellos
las adolescentes, un pequeño comercio tiene un letrero que dice Roça, que en
portugués denomina el área de siembra de la agricultura familiar. Un pequeño
grupo de jóvenes venden productos agroecológicos y elaboran cerveza artesanal,
mostrando que es posible trabajar en colectivo y autogestionarse. Es un espacio
donde confluyen grupos de otras favelas que resisten la militarización y la
especulación urbana.
La Maré
estuvo ocupada militarmente hasta hace pocos meses y seguramente los
uniformados regresarán antes de los Juegos Olímpicos de 2016. El ejército
estuvo durante 15 meses, 3 mil soldados con armas largas y tanques de guerra,
pero a comienzos de julio fueron relevados por la Policía Militar, uno de los
cuerpos más odiados por los sectores populares –en particular por los jóvenes
negros– responsable de miles de muertes todos los años.
Un grupo de
muchachos del colectivo Ocupa Alemão, una favela cercana ocupada desde 2010 por
los militares donde se han instalado Unidades de Policía Pacificadora (UPP) y
una red de teleféricos, aseguran que la mayor contradicción que existe en
Brasil es el racismo. Ocupa Alemão nace para resistir la brutalidad policial
con festivales de rock, cine-debates, juegos con niños, talleres de graffiti y
una feria de negritud económica, inspirada en la tradición solidaria de los
quilombos (repúblicas de esclavos fugados); 20 por ciento de las ventas las
destinan a un fondo para apoyar a las madres de las víctimas del Estado en Río
de Janeiro.
La feria es
itinerante y se propone defender la autonomía política y fortalecer la economía
colectiva, como destacan en su facebook. Se trata de una iniciativa de
movimientos de mayoría negra en las áreas de salud, cultura, educación, cocina
y audiovisual para difundir la cultura afrobrasileña y fomentar la autogestión
como forma de construir autonomía.
Uno de los
jóvenes dice que en el Complejo de Alemão hay cinco UPP y que una de ellas
funciona en una escuela, con su fachada tapizada de agujeros de balas. Habla
del racismo como forma de dominación: Cuando van al médico, las mujeres blancas
son atendidas 15 minutos en promedio, pero las negras apenas tres minutos. Cada
palabra suena como un martillo sobre la piedra. Nosotros por nosotros, es la
consigna de Ocupa Alemão, que se ha ganado un espacio entre la camada de
movimientos que nacieron luego de las Jornadas de Junio de 2013.
Para el que
llega de fuera, los detalles desconciertan. El turismo safari en las favelas
hace estragos. Jeeps verdes como los que usan los militares, con turistas
rubios cámara en mano, violentando la cotidianidad de los vecinos. Desde el
teleférico de Alemão pueden retratarlos mientras comen, bailan o hacen sus
necesidades más íntimas. Un panóptico tan insultante como la insensibilidad del
mercado. Compran camisetas de recuerdo que dicen, sobre la foto de la favela,
Yo estuve aquí, aunque la hayan sobrevolado a decenas de metros. Es triste
comprobar cómo la lógica del turista y del policía militar es idéntica, aunque
utilicen armas diferentes.
La noche en
la favela es bulliciosa. La música suena potente, pero nadie se queja. Igual
que los coches ceden ante los peatones, la favela entiende que el silencio no
puede contra los ritmos. Parece raro y hasta molesto al foráneo que no puede
conciliar el sueño; sin embargo, es la lógica obrera de todos los tiempos,
según Hobsbawm, donde la vida era, en sus aspectos más placenteros, una
experiencia colectiva (idem).
Es probable
que esa cultura de lo colectivo explique el genocidio que sufren los favelados,
en su inmensa mayoría negros. Una cultura tejida de relaciones sociales
diferentes a las hegemónicas, tan irreductible como el espacio donde se ha
refugiado, representa una amenaza latente para las clases dominantes. En más de
un siglo, ningún gobierno pudo con las favelas que siguen creciendo pese a las
violencias del Estado y los traficantes.
Son cientos
los colectivos de jóvenes que resisten: de hip-hop, de cultura negra, contra el
genocidio, de economía, de madres de asesinados y desaparecidos. La impresión
es que tienden a multiplicarse y cada vez es más difícil hacerlos retroceder a
bala. En el próximo ciclo de luchas las mujeres y los jóvenes de las favelas
dirán presente, y las izquierdas blancas deberán decidir si luchan y mueren
junto a ellas o siguen mirando hacia arriba.
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