Re ggae e identidades en Caracas:
Una introducción a los mulatos
márgenes de la modernidad [1]
Diego
Larrique P.*
Escuela de
Sociología, UCV
[1] Una
versión preliminar fue presentada en X Congreso de la SIBE -sociedad de
etnomusicología, “Música, ciudades, redes: creación musical e interacción
social”, Salamanca, España, marzo-2008, La participación en este Congreso contó
con el apoyo del CDCH.
Resumen
El presente
artículo supone un esfuerzo de interpretación sobre las implicaciones
culturales de la música reggae en Caracas. Analizando la historia del género
desde Jamaica y el imaginario africanista Rastafari, se trata en estas páginas
de comprender los procesos de reconfiguración musical e identitaria del reggae
en nuestra ciudad. Se utilizan testimonios de varios músicos de la escena de
reggae local y referencias a las letras de varias canciones, tanto de artistas
internacionales como de bandas locales.
Palabras
claves: Reggae, identidades, diásporas, identidades diaspóricas.
Reggae and
identities in Caracas: an introduction to the mulato margins of modernity
Abstract
This article
represents an effort to interpret the cultural implications of reggae music in
Caracas. Analyzing the history of the style in Jamaica and the African
imaginary of Rastafari, the author attempts to understand the processes of
musical re-interpretation of reggae and their implications in terms of identity
in Caracas. The article is based on the testimony of several of the local
reggae musicians and references to the text of various songs, both of
international artists and of local bands.
Key
words: Reggae, identities, diasporas, diaspora identities.
Recibido: 20-06-08
/ Arbitrado: 07-07-08
1.
Introducción
Cuando
Durkheim afirmaba en Las Formas Elementales de la Vida Religiosa que “ninguna
religión es falsa”, que “hay que saber leer detrás de los símbolos”, quizás
exponía uno de los mayores retos a los que tiene que enfrentarse la
investigación: el reconocer las lógicas veladas dentro de cada movimiento
social, dentro de cada manifestación cultural de las sociedades, dentro de cada
región de un país, de sus ciudades, de grupos de ciudadanos, etc. Un reto por
demás interesante en la medida que esa sociedad y esa cultura no son vistas
como un objeto externo al que hay que “extraerle” la verdad, sino más bien como
una condición de la propia realidad descubriéndose a sí misma, como diría
Zygmunt Bauman.
En ese tono
de comprensión de los fenómenos de las sociedades es que estas páginas proponen
un estudio de los elementos que viven detrás de algunos símbolos culturales –ya
hoy– nuestros como la música reggae en particular, y el imaginario rasta en una
trama más amplia. Si nos apurasen a delimitar la investigación diríamos que su
centro está en el esfuerzo por comprender el devenir de un movimiento cultural
a través de una expresión musical compleja e híbrida como la música reggae, en
un contexto de aún mayor hibridez (en el sentido más amplio del término) como
lo es la ciudad de Caracas.
Siguiendo la
crítica hecha por Adorno hace ya bastantes años, sostenemos que hay en este
trabajo un mayor detenimiento en las proyecciones sociológicas de la música que
en el lenguaje críptico de la musicología, sin que eso suponga, como creía el
pensador alemán, un alejamiento del discurso propiamente musical. En
definitiva, la propia distinción entre música, cultura y religión, luce útil
aquí sólo en términos analíticos, pero en la realidad, no hay posibilidades de
hacer un corte epistemológico de forma tal que se construyan discursos
específicos e independientes, sino que todos ellos conviven –creemos– bajo el
dificultoso rótulo de las “identidades”.
Es por todo
esto que estas páginas se centran en el reggae como un buen pretexto para
discutir algunos elementos de la cultura caraqueña de las dos últimas décadas y
las identidades que se construyen detrás de su (s) imaginario (s).
2. De los
mulatos márgenes de la modernidad
No todas las
manifestaciones culturales de nuestras sociedades son valoradas de la misma
forma ni consolidadas en el imaginario colectivo de la misma manera. Si
utilizamos la expresión “mulatos márgenes de la modernidad” es precisamente
para ubicar, de entrada, el lugar desde la cual se ha construido el discurso
musical del reggae caraqueño. Varias discusiones están subsumidas en la
expresión que titula este apartado del trabajo y quizás merezcan un par de
líneas. Lo primero que se tendría que decir, sin entrar en la discusión sobre
qué es la modernidad o cuáles las ideas fuerza de las modernidades (si las
preferimos en plural) es que el proyecto moderno que se consolidó en América
Latina no fue justamente negro o mulato en su constitución cultural, sino que
sus claves europeas provienen de un proyecto “civilizador” que más bien arrasó,
literalmente en algunos casos las especificidades culturales de nuestros indios
o de los negros traídos por la trata de esclavos desde África.
Este
proyecto moderno ubicó un centro desde el cual se fueron formando los gustos,
las señales de progreso y de “civilización” frente a las “atrasadas” costumbres
de los nativos y las incomprendidas ceremonias tribales de los negros. Este
centro, sin embargo –y afortunadamente– nunca fue absoluto ni impermeable, sino
que, por el contrario, ha sido testigo de múltiples fuerzas centrípetas que con
ímpetu han desarrollado, a lo largo del siglo XX, y desde el margen, nuevos
discursos sobre los límites de la cultura latinoamericana y sobre la necesidad
del reconocimiento de los elementos indígenas y negros que la han conformado.
Así, los
“mulatos márgenes de la modernidad” más que una forma de decir, es una primera
categoría para comprender la fuerza de discursos que se han ganado un espacio
en el Olimpo de las buenas costumbres y tradiciones latinoamericanas, abriendo
caminos y preparando el terreno para discusiones que dejan ver a trasluz las
siluetas de esas lógicas veladas de las que se hizo mención en el inicio de
este trabajo.
El reggae,
en esta clave de interpretación, ha sido sin duda una de esas fuerzas
marginales que se han colado en el discurso e historia oficiales de nuestra
modernidad. Desde la marginalia –como la llama Nicolás Contreras– “…estas
producciones culturales, gestadas desde la resistencia cultural y la seducción,
por los descendientes del mocambo, se insertan en los proyectos de construcción
de nación, siendo reconocidos como símbolos de “nacionalidad”, como sucedió con
el son en Cuba; con el tamborito en Panamá; con la bomba y la plena en Puerto
Rico; con el mento, el ska y el reggae en Jamaica o con la cumbia, el porro y
otros derivados del complejo tambora” (Contreras Hernández, 2002).
Así, el
reggae se inserta como una de estas fuerzas que, también junto al rock, blues,
jazz, salsa, vallenato y tantos otros son hoy portaestandartes de identidades
que se abren paso desde el margen hacia el centro del gusto compartido por
nuestras sociedades. Luchando no sólo por hacerse visibles en el sincretismo
propio de nuestro tiempo, sino también por romper, de esa forma, con la
estandarización a la que se ha visto sujeta buena parte de nuestra música, y
nuestra cultura.
La categoría
“mulatos márgenes de la modernidad” se la debemos a Ángel Quintero, quien en su
excelente trabajo “Salsa, sabor y control” (1999) propone claves de comprensión
de la música tropical que permiten comprender la importancia de los ritmos por
él llamados mulatos frente a la racionalización de la música occidental y sus
coordenadas de comunicación con el público. Afirma Quintero que los ritmos
mulatos, construidos desde el margen de las sociedades, han desafiado la lógica
propia de la sistematización musical moderna y se han constituido en motores de
nuevas discursividades musicales, de nuevas identidades que ya hoy se han
anclado en el imaginario sonoro de nuestras sociedades. Dice Quintero que:
“Es
precisamente de culturas conformadas por estas vivencias, de sociedades
constituidas por el proceso modernizador mismo, pero en sus márgenes, donde han
surgido las tres tradiciones de expresión sonora (muy relacionadas entre sí) que
han quebrado la hegemonía absoluta que la extraordinaria música de la
modernidad “occidental” parecía haber alcanzado hacia principios de siglo.
Estas son, a mi juicio, la música norteamericana, en sus vertientes del jazz y
el rock (…) la música brasileña y la música caribeña, en sus vertientes anglo
(de por ejemplo, el reggae) y latina en la música (que ha denominado el otro
como) tropical” (Quintero, 1999).
Pero
Quintero es sólo uno de los autores que ha trabajado recientemente el concepto
de la marginalidad como la característica fundamental de las que él mismo llama
“nuevas tradiciones de expresión sonora”. Varios autores han puesto la atención
en esta condición marginal de los nuevos discursos musicales. Fernando Aínsa,
por ejemplo, ha dicho que “…lo interesante y lo novedoso de la reciente
narrativa hispanoamericana es el abordaje de los referentes culturales, mitos y
tópicos de boleros, rancheras, cha-cha-cha, guarachas, tangos y música rock a
partir de un discurso enunciado desde la marginalidad (cuando no de la
exclusión) para insertarse en el estallido de la pluriculturalidad y de la
hibridación cultural contemporánea del que la música es el vehículo más
emblemático” (Aínsa, 2002).
Entre
Quintero y Aínsa la línea de continuidad es clara, ambos expresan, de cierta
forma, la permeabilidad del discurso musical oficial o “desde el centro”, hacia
nuevas narrativas musicales, que ahora desde la exclusión –va más allá Aínsa–
se insertan en una suerte de estallido “pluricultural” que nos parece merece un
par de ideas más. Una primera lectura distraída de Aínsa podría llevarnos a
pensar que el producto de esos discursos mulatos –en su encuentro con las
sonoridades oficiales– es una suerte de imagen armoniosa de múltiples
expresiones culturales que se sorprenden en su encuentro y se placen en la
complejidad de una identidad musical moderna amplia. Justamente una de las
tesis que nos interesa discutir en este momento es la lucha que en el campo
cultural se libra entre los ritmos marginales y los que son aceptados por
representar el centro del gusto; deberíamos decir del “buen” gusto. O para
decirlo en otros términos, “podemos decir que la música creada en la actualidad
no posee una conciencia estética unitaria, sino una multiplicidad (de estilos,
mensajes, etc.) de conciencias estéticas fragmentadas” (Hormigos y Cabello,
2004).
Esta postura
de Hormigos y Cabello, junto a la de Aínsa y Quintero, podría preparar el
terreno para la justificación de un concepto posmoderno de la música en una
suerte de mezcla de tendencias y temporalidades, de tonalidades y fugas no
sistematizadas, etc.[2] Sin embargo, más que esa propuesta, sí nos interesa el
cómo desde esos márgenes de construye un discurso alterno que crea nuevamente
identidad, que adhiere, que dota una vez más de sentido de pertenencia y
arraigo a la gente a través de la cercanía de la apertura comunicacional de las
músicas mulatas, con sus jam sessions, sus montunos y descargas[3]. Tal como ha
afirmado Susana Asensio hace algunos años, los procesos de reencantamiento se
dan en los márgenes. Y continúa:
“Y aquí
debemos entender la palabra «margen» en su doble acepción: de frontera o borde,
y de periferia, lugar de hibridaciones e intercambios, y espacio no hegemónico;
borde separador y también osmótico, espacio de identificación y de mutaciones,
parte de lo que podemos llamar la «periferia global»” (Asensio, 2000).
Definido de
este modo el concepto, nos ha interesado el reggae como discurso marginal, como
fuerza que tiende al centro del imaginario musical occidental pero con una
teleología (que aspira a ser) distinta a las lógicas de mercantilización
propias de la industria musical que conocemos desde la segunda mitad del siglo
XX. Ahora bien, ¿en qué margen exactamente surge este discurso musical? ¿Sigue
hoy ubicado en ese margen o ha funcionado en la lógica propia de las músicas
mulatas: rechazo/censura/institucionalización?
El reggae es
por excelencia parte de “los mulatos márgenes de la modernidad”. Desarrollado
en Jamaica a partir de finales de la década de los años 60 del siglo pasado se
convirtió en el vehículo de protesta y de visibilidad de los sectores más
empobrecidos de la Isla. Precedido por el ska y luego por el rock steady, el
reggae se constituye como el primer gran discurso musical de protesta de la
Jamaica independiente y libre del colonialismo Británico (al menos
oficialmente). Las letras construidas en la convulsionada década de los años 70
del siglo XX[4] son una muestra de cómo se cimentaba desde la música una
posibilidad de hacerse oír, de recordar los años de esclavitud y colonialismo y
de revelarse contra la violencia política en que estaba sumida la isla luego
del fracaso del primer modelo independentista (Jamaica se hace independiente en
1962) y de desfavorables relaciones con los organismos multilaterales
(Giovannetti, 2001).
El poder que
tuvo el reggae en la Jamaica de los años 70 fue mucho más allá de la lógica comercial
de una música de moda; fue utilizado como arma política en las elecciones de
1972 y 1976 tanto por el PNP como por el JLP[5]; varias de sus principales
figuras como Bob Marley, Peter Tosh etc. fueron víctimas de atentados, golpizas
por parte de policías, etc. Se hizo fuerte el discurso en pro de la
legalización de la marihuana; del reconocimiento de una fuerza política surgida
desde los sectores más marginados del West Kingston, de Trenchtown y los demás
barrios de la capital.
Por otra
parte, uno de los elementos que constituía una fuerza social indetenible en la
Jamaica de los años 70 fue la definitiva unión entre el reggae y el imaginario
africanista de los rastas, establecidos en la isla desde la tercera década del
siglo XX. Aunque no tenemos tiempo aquí –o más bien no es el objeto de nuestro
trabajo– para detenernos en las implicaciones de la cultura rasta y su relación
con el reggae, sí quisiéramos dedicar un par de líneas para ubicar
contextualmente este movimiento y entender cómo ha ayudado a convertir al
reggae en uno de los discursos de los mulatos márgenes modernos.
Mientras que
el ska y el rocksteady reflejaban la atmósfera alegre de los primeros años de
independencia en la isla, el reggae desde sus inicios ató su discursividad
musical con el imaginario de re-lectura negra de la Biblia y de mirada
africanista alrededor del cual se ha constituido el mundo rasta. La protesta y
críticas sociales que iban de la mano con el reggae estaban, ya desde inicios
de los años 70, claramente influenciadas por la mirada rasta sobre el mundo
moderno. Pero, ¿En qué consiste esta mirada? Podemos decir, siguiendo una vez
más a Giovannetti que los postulados rastas pueden resumirse en: a) Creencia en
la divinidad de Haile Selassie I, emperador de Etiopía, b) visión de África
como la tierra prometida (Zion), y c) la visión del pueblo negro jamaicano como
la reencarnación del pueblo de Israel, sufriendo el exilio en Babilonia[6]
(Giovannetti, 2001). A esta tipología mínima, se le pueden agregar otros
elementos propios de sus primeras manifestaciones, por ejemplo “… (el) vengarse
de los hombres blancos por su maldad hacia los hombres negros (…) rechazo y
humillación de los cuerpos gubernamentales jamaiquinos (materialización del
poder de la raza opresora) (Garrido de Colasante, 1988).
Estas
premisas –con sus variantes– podríamos decir que conforman la primera identidad
sobre la cual se aglutina el mundo rasta y de la cual se impregna la primera
generación de músicos jamaiquinos de reggae. Desde las primeras comunas cimarronas
de Leonard Howell por los años 30 del siglo pasado, el movimiento Rastafari se
estableció en Jamaica como una posibilidad de construir otra historia al margen
de la lectura oficial del cristianismo y de la relación de opresión que existía
entre blancos y negros en la isla. “Este movimiento se inicia en oposición y
rechazo a las culturas dominantes con raíces europeas y con el objeto de
revertir los efectos del colonialismo” (Cortéz y Chacón, 2005).
Quizás lo
que hemos querido decir hasta aquí es que el imaginario cultural del rasta y el
musical del reggae no pueden ser separados hasta, al menos, finales de la
década de los años 80, cuando las lógicas del mercado y el éxito del género ya
lo ubica en una posición menos marginal que la que tuvo en sus orígenes. Pero
no nos adelantemos. Ubicados en la década de los años 70 y en conjunción con
las críticas realizadas desde la mirada rasta sobre el sistema y la necesidad
de “cantar contra babilonia hasta que se caiga”, nos encontramos, si se nos
permite decirlo de esta forma, con una religiosidad al margen del cristianismo
y con una música al margen de los géneros reconocidos oficialmente.
En su muy
bien documentado trabajo, Giovannetti recuerda que la unión rasta-reggae en
Jamaica ubicó a este género en la lógica de las músicas mulatas
–como las llama Quintero–, al marginar al reggae de las emisoras de
radio locales, quienes transmitían más “músicas negras norteamericanas” –como
rythim and blues– que reggae. Por ejemplo, el entonces Ministro de Desarrollo y
Bienestar del JLP, Edward Seaga –luego Primer Ministro de Jamaica desde 1980–,
organizando un evento en Nueva York para promocionar el turismo en Jamaica, se
hizo acompañar de bandas de ska –no rastas– pues entendía que estos personajes
de dreadlocks, consumidores de marihuana y de letras incendiarias no eran
“buena imagen” para la isla (Giovannetti, 2001).
El resumen
hecho hasta aquí de la condición marginal del reggae en Jamaica y su relación
con el mundo rasta –entendido éste como una forma de religiosidad al margen de
la historia oficial del cristianismo– ha tenido la intención de ir delineando
las características de la identidad que se fue construyendo desde el
surgimiento del reggae en Jamaica, para luego mirar el devenir de esa identidad
en el contexto caraqueño y más actual. Con esa intención en la mente, diremos
entonces que podemos defender el paso de una identidad racial o étnica hasta
otra diaspórica y de resistencia. Veamos esto.
Uno de los
principales mandatos que agrupaban a los primeros rastas en la década de los
años 30 del siglo pasado era el fin de la opresión blanca y la aceptación de la
supremacía de la raza negra. Inspirados en una visión étnica y de afirmación
racial de sus raíces africanas, estos primeros grupos amalgamaron una temprana
identidad racial que es la base de la construcción, que luego se desarrollaría
desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días. Pero quizás uno de los
personajes fundamentales en esta visión racial y crítica de la situación de los
negros en Jamaica, sea Marcus Garvey (1887-1940) quien se constituyó en profeta
del movimiento negro de Jamaica, no sólo entre los rastas sino también entre
los músicos de reggae, si es que tal diferencia existe para la década de los
años 70.
Dos ideas
son fundamentales en la visión de Garvey: por un lado el mejoramiento de la
raza negra y por otro el regreso a África; que podríamos llamar dos ideas-motor
de la música reggae, y de la re-lectura negra de la Biblia. Garvey, hijo de
antiguos cimarrones y predicador de las desventajas negras en América –o más
bien deberíamos decir fuera de África–, fundó en 1914 la UNIA (Asociación
Universal para el Mejoramiento de la Raza Negra) y en 1919 fundó la compañía
naviera Black Star Line, que se encargaría de repatriar a la población negra a
la madre patria, terminando así con siglos de explotación y sufrimiento
colonial. Llegó a afirmar que la UNIA tenía más de dos millones de miembros, y
“electrificaba” a sus miembros con el discurso de la necesidad de la vuelta a
África, revisitando la oferta de un paraíso terrenal de donde nunca se debió
haber salido.
Garvey
recorrió decenas de comunidades alrededor de todo el continente americano
esparciendo sus ideas sobre la raza negra y sobre el regreso a África: estuvo
en Colombia, Puerto Rico, Estados Unidos, Panamá, Ecuador, Nicaragua, Honduras,
entre otros países. También se dice (aunque no encontramos registros que apoyen
esto) que estuvo en Venezuela, organizando mítines entre la población negra en
el Puerto de la Guaira. El mensaje era más o menos este: “Nosotros los negros
creemos en el Dios de Etiopía, el Dios eterno, Dios de Dioses, Dios del
Espíritu Santo, el Dios de todas las eras” “Este es el Dios en quien creemos, y
lo adoraremos a través de los espectáculos de Etiopía” Y su más renombrada
profecía, punto de apoyo de las identidades mulatas que aquí reflejamos: “Miren
a África, al coronamiento del Rey Negro, él será el Redentor” (Garvey en White,
1992, traducción propia).
Poco tiempo
luego de ser dicha esta “profecía”, en noviembre de 1930, es coronado Haile
Selassie como Emperador Etíope, viendo los seguidores de Garvey la profecía
cumplida y el inicio de un nuevo ciclo de gloria para la raza negra a nivel
mundial. Desde ese momento, si se nos permite simplificar la historia de esta
forma, podemos hablar de múltiples identidades que se superponen en el
imaginario de la música reggae y su teleología africanista.
Entre ellas,
nos interesa el concepto de identidades diaspóricas desarrollado por Gabriel
Izard. Para Izard, son varios los movimientos negros que comparten la mirada
africanista de un necesario retorno a la “madre África” como salida a la
situación que sufren lejos de ella. El tema del retorno, es uno de los
referentes más importantes detrás de este concepto. Izard explica que
etimológicamente el término diáspora proviene del griego diasperien (dia: del
otro lado, más allá de; sperien: sembrar semillas). Además, aclara que el
término es utilizado:
“…para hacer
referencia a los grupos étnicos que han sido desplazados de su lugar de origen
a través de la migración, el exilio, etc. y se reubican en otro territorio. Las
comunidades diaspóricas tienen además como una de sus principales
características el hecho de cimentar, en ocasiones, su identidad a partir del
territorio primigenio que se convierte en punto de referencia sobre el que se
construyen las diferentes expresiones de la etnicidad. Esta última, entendida
como organización social de la diferencia, es percibida por estas sociedades
transplantadas a partir de distintas conexiones con la tierra de origen”
(Izard, 2005).
Estas
identidades diaspóricas, producto de “una experiencia colectiva de
discriminación, subordinación y estigmatización” tal como afirma Izard, es un
concepto que significa plenamente la identidad mulata de la música reggae y del
movimiento Rasta que, desde mediados de la década de los años 70, se ha
internacionalizado gracias al impacto del reggae en el imaginario sonoro
moderno y gracias a otras figuras carismáticas al estilo de Garvey, como lo
fueron Bob Marley, Peter Tosh, Jacob Miller, entre tantos otros. Estas figuras
de la música negra Jamaiquina, con las letras de sus canciones, no sólo retaron
la sistematización de la música occidental –como argumenta Quintero– sino que
además lograron esparcir un mensaje de gran impacto sobre las comunidades
negras –y no negras– de todos los sectores marginados del proyecto moderno
Occidental, por decirlo de alguna forma[7].
Por otra
parte, estas identidades diaspóricas las vemos como un concepto más incluyente
que las llamadas por Castells “identidades de resistencia”, donde desde la
marginación y la estigmatización de sectores sociales se construyen
“…trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes
u opuestos a los que impregnan la sociedad” (Castells, 1996) La identidad que
en estas líneas tratamos de rastrear en el imaginario fundacional del reggae se
ata, tal como hemos tratado de demostrar aquí, a imaginarios africanistas y de
reivindicación negra frente a las opresiones propias del sistema colonialista,
pero además, –y aquí la diáspora sería una forma elevada de resistencia– se
trata de volver a la tierra donde “nunca hay noche”, donde todas las
civilizaciones han comenzado. Se construye además, desde estas identidades
diaspóricas, un claro pensamiento utópico que ha sido, tal como trataremos de
demostrar más adelante, uno de los elementos que aún hoy persisten dentro de
los grupos identificados con esta particular lectura de religiones y músicas
negras.
3. Reggae en
Caracas: ¿De qué identidades estamos hablando?
3.1 Primero
Latinoamérica
Hasta aquí,
hemos tratado de construir un mínimo contexto que ayude a sustentar por qué
adjetivamos de diaspórica y racial a la identidad que se construye en torno al
movimiento rasta y a la música reggae en Jamaica desde inicios de los años 70.
Sin embargo, no sería apropiado extrapolar la lógica fundacional de un
movimiento enmarcado en Jamaica –y con sus objetivos en África–, con las
realidades de los países que han sido, podríamos decirlo así, receptores de una
configuración musical y cultural ya bien lograda, pero permeable. Uno podría
preguntarse con justeza cuáles son las características, los elementos que
identifican a los grupos que hacen reggae en Caracas hoy, qué elementos de los
fundacionales están aún en el tapete y cómo a través de esta música se ha
seguido desarrollando –o no– una identidad tan unificada como la que se ha
venido construyendo desde los márgenes, y que ha sido descrita desde el inicio
de este trabajo.
Una de las
principales evidencias que saltan a la vista –no sólo para el caso caraqueño–
es que el elemento racial ha sido paulatinamente suavizado y hoy la supremacía
negra que unificaba a las comunidades liderizadas por Leonard Howell en la
década de los años 30 del siglo pasado no es bandera prácticamente de nadie.
Quizás la apropiación del discurso del reggae-rasta por grupos indígenas y
mestizos de toda América Latina ha ayudado a la natural re-significación del
mensaje original que aglutinaba e identificaba exclusivamente a los grupos
negros de la Jamaica cimarrona.
En Méjico,
por ejemplo, se ha institucionalizado un movimiento desde el cual se ha creado
cierta unidad identitaria desde el reggae y el mundo rasta. El movimiento
Razteca amalgama en sí –en su nombre al menos– toda una visión de identidad
que, desde la reivindicación de la cultura Azteca, se ha sabido sumar al poder
del discurso musical del reggae. Este Festival, creado por la banda mejicana
Los Rastrillos en 1993, originalmente fue creado como un espacio de intercambio
no sólo musical sino también artesanal y gastronómico, convirtiéndose con el
tiempo en propiedad del dueño de la discoteca de reggae mejicana “Casa Rasta”
quien le ha impreso otro sentido al Festival (Benavente, 2005).
En Puerto
Rico, señala Rosana Reguillo, hay grupos de Rastainos, en los cuales la fusión
de los elementos afroantillanos junto a la cultura de los Taínos
–pueblo indígena establecido en esa isla antes de la colonización–
se desarrolla en medio de una re-configuración cultural de riquezas evidentes
(Reguillo Cruz: 2000). Por otra parte, la agrupación de reggae de Puerto Rico
Cultura Profética, ha utilizado el poder del reggae para denunciar desde su
tribuna los problemas que sufren sectores marginados de esa sociedad, como por
ejemplo las comunidades pesqueras de Vieques, isla que los norteamericanos
utilizan para ejercicios militares más allá de la seguridad –y resguardo del
medio ambiente– de y para esta comunidad de pescadores. Y han sabido también
explicar en “Reggae rústico” cómo “a contratiempo el reggae se mantiene / un
nuevo contexto de vida nos concede/ vena de quien busca su nido / reggae con
sentido / unificador latido / reggae rústico sabor caribeño / reggae místico,
retoño de cada rama cortada de mi pueblo” (Cultura Profética, 1999) el
reencantamiento se da en los márgenes.
En Brasil,
por su parte, se ha “inventado” lo que Gerard Béhague ha llamado “un nuevo
ritmo, símbolo de la negritud bahiana”, refiriéndose al auge del “Samba-Reggae”
a partir de mediados de los años 80 del siglo pasado. En su trabajo, Béhague
transcribe algunos fragmentos de una entrevista con Joao Jorge, director del
bloco Olodum, quizás el de mayor importancia en Bahía. Dice Jorge, entre otras
cosas, lo siguiente: “el reggae dio la modernidad que los jóvenes negros
bahianos estaban buscando. La tradición ya no nos satisfacía más” y más
adelante:
“La música
de Olodum es profunda, enigmática, religiosa, sensual, irreal, fábrica de
sueños, símbolo de las fuerzas de las calles de Maciel – Pelourinho (lugar de
origen del bloco en el centro histórico de Salvador) de su lucha contra el
racismo. Anuncia los nuevos tiempos, portavoz de un movimiento de ciudadanía
negra, urbana y futurística, basada en los rituales de la tradición de los
candomblés, de la capoeira, de los quilombos, de Bob Marley, de Mandela, de
Malcom X, de Maomé, de Buda, de Shiva y de Jesús” (Joao Jorge en Béhague,
2000).
La amalgama
de referencias que surge de las palabras de Joao Jorge es tremenda. No es
posible rescatar de una idea como la citada arriba sólo elementos unidos a una
identidad racial o diaspórica, entran en juego sueños, enigmas, sensualidades,
fuerzas religiosas junto a fuerzas políticas, lo urbano y el futuro, el
imaginario de los quilombos junto con los de Marley y Mandela, etc. toda una
sensación de identidades culturales complejas y amarradas a raíces diversas, lo
cual parece ser ya una suerte de nuestros tiempos secularizados. Pero también
en Brasil encontramos referencias que reconfiguran –explícitamente– la lógica
fundacional del reggae y de su fuerza identitaria, si es que se acepta nuestra
hipótesis de diáspora y raza como elementos centrales.
La banda de
reggae Tribo de Jah –siguiendo con el caso brasilero– publicó a finales de los
años 90, una canción que reclama espacios de inclusión y reforzamiento de una
identidad latinoamericana más allá de la clásica imbricación mutua entre reggae
y rasta. Cantan en “No basta ser rasta” que “…el reggae es apenas
entretenimiento / pero puede liberar mentes y almas / danza y música con sentimiento
(…) no basta ser rasta hay que ser justo en el corazón / no basta ser rasta hay
que estar justos en nuestra razón”. Y más adelante, ya al final de la canción,
declaman unas líneas que nos gustaría calificar como de claro acierto sobre el
destino del movimiento en nuestro continente: “yo no soy Rastafari hombre /
apenas si me gusta la música reggae / soy un rapaz latinoamericano / que cree
que hay solamente un dios soberano / yo no soy rasta, pero soy un hijo de dios,
¿entiendes?”(Tribo de Jah, 1999).
Entendemos,
sí. Y no sólo entendemos, sino que creemos que en la apertura del imaginario
cultural que acompaña al reggae, es decir, el rasta, se encuentran las
posibilidades de ir construyendo una ciudadanía ya no sólo negra, y relacionada
a los quilombos o con Bob Marley –tal como afirmaba Joao Jorge–, sino además
una identidad mestiza, indígena, blanca, europea y latinoamericana, híbrida y
todos los adjetivos que el lector quiera añadir. En definitiva, una identidad
secularizada y abierta en todos los sentidos, sin dogmas ni ortodoxias.
El caso
argentino también es un buen ejemplo de las fuerzas que se suman desde el
imaginario del reggae rasta y del que no busca volver a África. Por un lado hay
fuerzas como la de Fidel Nadal, que desde la ortodoxia de uno de los grupos
rastas establecidos en la actualidad, los Bobo Ashanti, canta en “Haile
Selassie I” que: “Haile Selassie I nos protegió en la batalla / el nos protege
día y noche contra el mal que acecha / Haile Selassie I nos llamó a Itiopia /
Juan Marcos Mosiah Garvey nos dijo que contemplemos / con los ojos de Itiopia
la humanidad” (Fidel Nadal, 2001) Y de otro lado bandas como Los Cafres
diferenciaban, hace ya más de 10 años en “Dreadlocks” que “...no es necesario
creer ser rasta / esto es Argentina y no Jamaica / es muy importante poder
diferenciar / de lo que es moda a lo que no es joda” y lanzan, al estilo de
Tribo de Jah, otra de las definiciones secularizadas que acompañan al reggae y
al imaginario rasta de nuestros tiempos “rasta no es más que un soldado
peleando contra el racismo y la indiferencia del que no quiere hablar” (Los
Cafres, 1995).
3.2. Luego
Caracas
Hemos
querido hacer esta introducción a las distintas formas de recepción del mensaje
de la música reggae y el imaginario rasta –en algunos de nuestros países
latinoamericanos–, pues nos ha servido para buscar puntos de comparación y
análisis de la propia situación del reggae caraqueño, en la constitución de
identidades asociadas a las sonoridades del reggae y las implicaciones
culturales del discurso rasta. En los últimos años se han presentado en Caracas
varias investigaciones sobre el tema, destacándose 3 trabajos presentados por
estudiantes de la Universidad Central de Venezuela para optar al grado de
Comunicador Social uno y Sociólogo (a) en los otros dos casos[8]. De los
trabajos presentados en la Escuela de Sociología, me correspondió ser Jurado
Evaluador de uno y Tutor del otro, de forma tal que mis comentarios de aquí en
más deben bastante a la investigación realizada por los –hoy profesionales–
investigadores Freddy Silva y Karina Montes.
Los
mecanismos de recepción de las sonoridades del reggae nacional le deben mucho
–como el resto del mundo– al impacto e internacionalización de las principales
figuras musicales del género, Bob Marley entre ellas como la más destacada. En
nuestro país, los propios miembros de las primeras bandas de reggae surgidas en
Caracas a mediados de la década de los años 80, Dur-Dur y Onice –representadas
por Raúl Guzmán y Genis Miranda, respectivamente– han dado sus visiones sobre
el “desde cuándo y cómo” de la recepción del mensaje del reggae en nuestra
capital. Los antecedentes son numerosos: desde versiones del artista jamaiquino
Desmond Dekker hechas por parte de la banda nacional “las cuatro monedas” a finales
de los años 60; pasando por incursiones aisladas de Henry Stephen y Trino Mora
en el género –este último grabando “El Carite” en versión reggae–; la
radicación en Venezuela de la banda de Grenada “Jah Jah Children”, que grabaron
dos discos en Caracas a principios de los años 80; la presencia de la banda
venezolana –de raíces trinitarias– Pirámide; hasta el paso por Venezuela de
“Falasha”, que apodado “Predicator man” enseñó en Caracas cómo “…en los discos
de Marley todas las referencias están en la Biblia” (Guzmán y Miranda en
Montes, 2007).
En esos
primeros años del establecimiento del reggae en Caracas, eran sectores
populares quienes se apropiaban de este género mulato y marginal para
“…introducirlo en el reggae y la cultura rastafari, pero pensando que somos
venezolanos” (Miranda en Montes, 2007) Ya aquí notamos una interesante sintonía
con la constatación que en las páginas precedentes hemos visto en otras
latitudes latinoamericanas; de hecho, tanto en el discurso de Raúl Guzmán como
de Genis Miranda, hay concordancia de criterios al afirmar que desde el vamos
estaban claramente identificadas las raíces venezolanas junto a las
provenientes de la sonoridad caribeña / africana que conocieron a través de
Marley y los demás exponentes del género. Raúl Guzmán, por ejemplo, afirma que
“…reggae es la música de dios, la música de Jah, dedicado a Rastafari Makonen,
a Jah, cantos y alabanzas al señor, Dur Dur tiene esa tónica pero no
abandonamos nuestras raíces, la metemos percusión afrovenezolana” (Guzmán en Montes,
2007).
En el primer
disco de Onice, Capas Concéntricas (1994), oímos canciones que explícitamente
refuerzan los valores de la identidad negra de nuestro país, vigorizando, al
mismo tiempo, la ciudadanía negra de la que hablaba Joao Jorge para el caso Brasilero.
Canta Onice en “Raíces Africanas” que:
“De nuestras
raíces africanas / sólo nos quedan los rasgos / pero de fondo es muy grande /
porque es rica en tesoro / si tu tienes piel de color oscuro / si tu tienes el
cabello crespo o grueso / tu representas un gran tesoro / que identifican tu
tronco racial / Somos padres del tambor de hoy / lo llevamos pegado en nuestras
venas / muchas corrientes musicales nos copian / porque es bendición de Jah
Rastafari” (Onice, 1994).
“Sólo nos
quedan los rasgos” denuncia Onice hace más de una década. El reggae de los
primeros años en Caracas representaba con justeza nuestra tesis sobre el
discurso desde la marginalidad, desde la exclusión y la esperanza por poder
contar una historia más mulata y más cónsona con nuestros referentes.
Tendríamos que decir, llegados a este punto, que la recepción del reggae
caraqueño en la década de los años 80 y la primera mitad de los 90 estuvo
caracterizada –como en los demás países latinoamericanos–, por una suerte de
re-configuración de las representaciones que sobre el mundo se construían desde
el margen, en un discurso que dotaba de esperanza y permitía hacernos
concientes de las omisiones que en el relato de la historia oficial se han
cometido. A esta misma crítica responden canciones como “Historia de Papel” de
Jah Bafana, “Balas contra el enemigo” de Culto Aborigen, y la misma conciencia
de quienes se unen a hacer reggae en Caracas. Raúl Mota, bajista de Jah Bafana,
reconoce en su discurso la mezcla de raíces africanas e indígenas que
caracterizan a buena parte de la población venezolana, sostiene que:
“(Nos une)
la identidad con la música reggae, pero no sólo el reggae como música, sino el
contenido que expresa, que tiene en sí la música reggae, la conciencia con
reivindicar nuestras raíces, que sabemos que venimos de los descendientes de
los esclavos o de los descendientes de África, pero que tenemos también
nuestras influencias y raíces indígenas” (Mota en Montes, 2007).
Sin embargo,
tendríamos que decir también aquí que las re-configuraciones sobre el discurso
del reggae hoy han sido ya tantas que cuesta hacerse una idea de cuáles son los
elementos que en la actualidad amalgaman las identidades de quienes se
entienden rastas ó hacedores de música reggae en Caracas. La investigación de
Freddy Silva que se citó anteriormente, incluía un breve documental sobre el
movimiento rastafari en Caracas, realizado fundamentalmente con las comunidades
y grupos que se reunían en la Universidad Central de Venezuela para el año
2006. En ese documental, los entrevistados (la gran mayoría músicos de bandas
de reggae, rastas, y gente muy “enterada” de la discusión) explicaban lo que
para ellos era el imaginario rasta; entre las respuestas podemos citar: a) es
la evocación de que “otro mundo es posible”, b) canaliza energías, c) camino de
reivindicaciones políticas, d) una forma de resistencia contra la Iglesia
Católica, e) resistencia contra el capitalismo, f) expresión de preocupaciones
ecológicas, g) un balance de poder en la relación sociedad-individuo, h) fuerza
de cambios sociales, i) un regreso a las raíces, j) un movimiento rebelde y
revolucionario, k) el sentir la santísima trinidad dentro al saludar al
prójimo, l) creación de nuevos paradigmas y m) todo lo que tiene vida.
Con un
prisma de respuestas como las descritas arriba, uno no puede menos que volver
sobre la cuestión central de este apartado y preguntarse: ¿de qué identidad
estamos hablando? ¿Sigue siendo posible sostener la presencia de una identidad
diaspórica en estos tiempos?[9] Aquí lo primero que haremos será volver sobre
el concepto de Izard de retornos simbólicos. Si bien es cierto que la añoranza
de la tierra prometida es el motor de las comunidades diaspóricas, también lo
es que los retornos pueden ser físicos o simbólicos. Hacia mitad de la década
de los años 90 el músico nigeriano Majek Fashek publicaba una pieza titulada
“Promised Land”; en ella, daba un paso más allá y entendía que la tierra
prometida ya no era una referencia física sino que más bien significaba una
subjetividad evocada, un deseo perenne de volver a un estado de conciencia y de
armonía con el mundo que ya no pasaba sólo por el hecho de ir físicamente a
África. Dice Fashek en esa canción que “…nosotros vamos a la tierra prometida /
ojalá estés listo / la tierra prometida, no es África / no es América / no es
Europa / la tierra prometida es un estado de la mente” (Fashek, 1997,
traducción propia).
Aunque
difícil de asir en términos concretos, esta idea del retorno simbólico ha
unificado las identidades asociadas al reggae caraqueño. El músico Juan David
“Onechot” Chacón, ha dicho en este sentido que:
“para mí la
búsqueda más que física es espiritual, la repatriación es en nuestras almas, la
repatriación es sacarnos de la esclavitud que el sistema ha hecho sobre nosotros
y liberarnos hacia la libertad que África plantea como inconsciente colectivo
hacia todos nosotros” (Chacón en Montes, 2007).
Por otra
parte, hoy es mucho más evidente la presencia de la lógica del mercado en los
propios referentes que han incursionado a través del reggae en el imaginario
sonoro de nuestro tiempo. Yaír Ortiz, músico de la banda de reggae Culto
Aborigen explica esta dualidad “liberación / fuerzas del mercado” en los
siguientes términos:
“creo que el
movimiento rastafari tiene esos dos elementos ¿no?, comparte por supuesto todo
un movimiento publicitario de la sociedad de consumo y sociedad de mercado de
venderte al rastafarismo como un icono y como una posibilidad de escapar –entre
comillas– de un sustrato cultural distinto. O sea, vamos a escapar con el
reggae que es espiritualidad, vamos a escapar con la figura de Bob Marley que
es una figura negra de lucha y resistencia. Pero es una imagen que se vende,
que se vende por sí sola por ser icono de resistencia, pero que también se
vende porque da la posibilidad de enriquecerse a algunos, pero también tiene un
movimiento que creo que está formando parte de todo un proceso de
transformaciones aquí” (Ortiz en Silva; 2006).
Por su
parte, José Gregorio “Goyo” Mijares, músico de Jah Bafana, comenta en el mismo
sentido de la cita anterior que la mercantilización del reggae sería, a fin de
cuentas, otro elemento de difusión de las verdaderas potencialidades del
discurso:
“Eso es un
arma de doble filo tanto para ellos los capitalistas, como para los que son
genuinos en esto, tu podrías decir(…) que es malo que el capitalismo se apropie
de los valores y te los venda, te los traiga(…) y tu les compres lo que
eres(…)pero al mismo tiempo eso masifica para vender y el mensaje llega,
quiéranlo o no, Marley(…)surgió en medio de una cultura genuina que tenía
búsqueda de unas respuestas genuinas, en toda la música de un momento(…)su
trayectoria está entregada a divulgar el mensaje rastafari y además el mensaje
de conciencia de la herencia africana y mensajes en contra de la
discriminación, etc. y eso no dejó de ser así porque fue absorbido por el
capital, porque obviamente Bob Marley es una marca hoy en día(…) pero creo que
el mensaje y la música en sí mismo nunca se desvanecen del todo…” (Mijares en
Montes, 2007).
Las nuevas
bandas que han ocupado un lugar junto a las legendarias Dur Dur y Onice tienen
una visión bien definida de qué supone hoy la lógica comercial del reggae y
cuál es el precio a pagar dentro de las reglas de ese campo. El recurso que les
permite construir una alteridad visible dentro de la historia poco incluyente
de la modernidad europea al mismo tiempo se vuelve mercancía, se desdibuja su
potencial de protesta en términos extra musicales y hoy la lucha pareciera
trasladarse del escenario político / reivindicativo que tuvo el reggae en la
década de los años 70 a uno más vital y de mayor compromiso personal antes que
social o colectivo.
Hoy el poder
del reggae, creemos, es más amplio que la mirada africanista que lo cobijó
durante sus años fundacionales, hoy el reggae que se hace en Caracas y en toda
América Latina responde no sólo a la vitalidad de la Pacha mama y de las
tradiciones negras olvidadas por siglos de colonialismo, sino que también
recupera –a través de sus intérpretes– un conjunto inagotable de
reivindicaciones propias de los pueblos, reivindicaciones que con un ojo siguen
mirando a África, pero que con el otro quieren re-inventarse una modernidad más
digna e incluyente, más mulata y menos desde los márgenes.
Aquí
quisiéramos recordar la propuesta del antropólogo Barry Chevannes, quien
refiriéndose a la cosmología que construye el imaginario rasta ha afirmado que
la visión africanista “…incluye un mundo donde hay espacio para los espíritus,
para dios y los ancestros” (Chevannes en Cortéz y Chacón, 2005). Creemos que
esta afirmación tiene un poder clarificador y de síntesis que quien escribe
estas líneas –ya a esta altura– ha demostrado que no tiene. Para Chevannes, el
imaginario rasta es uno que “suma poderes”, es decir, que antes de excluir o
separar, une fuerzas y aglutina raíces en torno a sí, afirma Chevannes que:
“…la visión
africana del mundo trata de incorporar poderes. La Biblia es un poder,
Jesucristo es un poder. Los santos y las vírgenes son un poder. En Venezuela el
culto a María Lionza es un poder. Incluso en ese culto venezolano puedes ver
como los africanos o más bien la visión africana del mundo es capaz de tomar
diferentes elementos y crear una nueva religión. Incorporar y absorber son
aspectos fundamentales en la visión africana del mundo” (Chevannes en Cortéz y
Chacón, 2005).
Esta misma
noción de rasta como “dogma abierto” y como suma de poderes está presente en la
mirada del músico y poeta inglés Benjamín Zephaniah, quien afirma en sintonía
con Chevannes que:
“La idea rasta
está badasa en la tradición cristiana, aunque te permite leer el Corán, los
libros hindúes, hasta a Karla Marx si quieres. No te obliga a no obtener más
información de otro lado. La sabiduría está en los lugares más simples, sabes,
a veces uno va con el cura de más alto rango y no encuentra lo que busca, y
sale de la iglesia y ve un pájaro volando y ahí la descubre” (Zephaniah en
Bermúdez, 2007).
Probablemente
lo que hemos querido decir desde hace varios párrafos es que el reggae en
Caracas se constituye en una musicalidad cargada de raíces y de historia que no
sólo es africana, sino que recupera tradiciones y suma poderes al estilo de lo
dicho arriba por Chevannes y Zephaniah. Los músicos de reggae venezolano suman
los poderes de la tradición indígena, de la tradición de luchas nacionales, de
las deidades occidentales y africanas, de los ritmos afros, caribeños, anglos,
tribales, etc. El reggae caraqueño se amalgama en torno a una identidad viva y
en movimiento, descubriéndose a sí misma, híbrida.
En conclusión,
creemos que en medio de esta pluralidad que (defendemos) caracteriza al reggae
caraqueño, co-existen además –si pudiéramos agruparlas así– dos grandes
fuerzas, dos tendencias entre las cuales se mueve la musicalidad –y sobre todo
la vitalidad– del reggae caraqueño. Por un lado encontramos fuerzas que empujan
constantemente a re-construir una historia mulata y crítica, negra y cimarrona,
trascendente. En esta tendencia encontramos la discografía de Onice, de Jah
Bafana, de Culto Aborigen, entre otras bandas. Y por otro lado, asistimos a un
proceso de adopción de esta cultura mulata y marginal –es decir, creada desde
el margen– por parte de sectores no marginales, asociados a lo que Giovannetti
ha llamado “…una identidad rasta diferente, asociada con la vida playera y el
surfing” (Giovannetti, 2001), o lo que Carolina Benavente ha llamado
recientemente “playa y reggae: el giro caribeño” (Benavente, 2005).
En esta
visión, las claves de comprensión del mundo y de las identidades son muy
particulares, la presencia de los íconos Jamaiquinos y Africanos está mucho más
presente y al mismo tiempo –aunque parezca paradójico– se manejan valores
propios de las tendencias comercializadoras del género que, por otra parte, no
son específicas de nuestro país sino una tendencia mundial dentro del reggae.
Luis “Pulga” Sánchez, músico de la banda caraqueña Negus Nagast explicó
recientemente en un comentario auto-referenciado que:
“…yo me
compré mi camioneta a punta de eventos de reggae, porque el reggae da dinero,
porque el reggae es billete, ¿y qué hizo Bob Marley y todo el mundo? agarrar
las herramientas de Babilonia para quemarla, o sea yo soy un rastaman y vivo
como yo quiera, y eso te da una herramienta para poder decir: “mira vale, aquí
estoy yo” Cuando traigo a Michael Rose en el Arroyito le di trabajo a 40
personas, cuando yo hice Israel Vibration le di trabajo a 280 personas…tu dices
“esto ha crecido” quién me va a decir a mí sifrino…eso es esclavitud mental”
(Sánchez en Montes, 2007).
Como se
puede apreciar, las lecturas del reggae caraqueño son amplias, y si somos
justos, podríamos incluso decir que ¡contradictorias! Pero quizás lo más sano
sea suponer –vistas las evidencias– que de entre las distintas perspectivas que
del reggae caraqueño se tengan, prevalecerán las que lleguen, más allá de la
lógica mercantil –que a fin de cuentas es también una marca de nuestros
tiempos– a los lugares más sensibles de los grupos marginados de nuestras
sociedades.
Quizás sea,
en definitiva, una cuestión de Matices –al decir de “Goyo”– quien refleja una
forma de entender la identidad de la música negra aquí trabajada desde
referentes, nuevamente, ya universales:
“…tenemos
afinidad a valores espirituales, sociales y de alguna manera esto refleja el
entendimiento que une estos valores (…) la justicia, la necesidad de paz, de
armonía, de amor, son valores universales que todas las ideologías y religiones
buscan, pero cuando están atrapadas por las posturas, o por la visión o por la
mala interpretación entonces aparecen los matices de cada quien y ahí yo apelo
a la espiritualidad universal” (Mijares en Montes, 2007).
Valores
universales, dogmas abiertos, sonoridades que contienen rescate de tradiciones
y reconocimiento de la negritud caribeña, del mestizaje musical del reggae y de
la suma de poderes del imaginario rasta; la lógica del “billete”, del negocio
que “ha crecido”, del retorno a África sin salir de Caracas, de un nuevo
encantamiento con un relato que nos incluye a todos, que vuelve a lo sensual, a
los sentidos, al cuerpo que demuestra, como ha dicho alguna ves Monsiváis, que
“nadie que baile así puede estar solo”.
Notas
[2] Para
estudios sobre el carácter posmoderno de la música ver “la música de la
modernidad” y “la música de la posmodernidad” (Anthropos, Barcelona), ambos textos
de Julio López. En estos trabajos se prepara el terreno para una hermenéutica
cultural que, superando las limitaciones de la musicología y de la sociología,
reivindica el “gusto” y la subjetividad detrás del discurso musical, elementos
centrales para crear lo que López llama “un nuevo humanismo”.
[3] Quizás
aquí valdría la pena volver al excelente trabajo de Florencia Garramuño (2007)
sobre Samba, Tango y nación. En él se desarrolla el concepto de “modernidades
primitivas” como categoría de síntesis de los conflictos que se generan en el
tránsito que va desde la exclusión de los elementos que suponen las sonoridades
marginales, hasta su canonización o “blanqueamiento”.
[4] Aquí las
referencias podrían ser interminables. Pensamos por ejemplo en Slavery Days de
Burning Spear (1977) “¿recuerdas los días de esclavitud? Ellos nos pegaban
duro, el trabajo era duro…ellos nos usaron y luego nos rechazaron”; Police and
Thieves de Junior Murvin (1977) “policías y ladrones en la calle, asustando a
la nación con sus armas y municiones”; Rat Race de Bob Marley (1976) “esto es
una carrera de ratas (…) no envuelvas a rasta en tus movidas, rasta no trabaja
para la CIA”; “Fighting against convictions” de Bunny Wailer (1976) “en una
familia de diez (personas) creciendo en el ghetto la hostilidad es la única
educación que conozco”, traducción propia.
[5] El
Partido Nacional del Pueblo (PNP) fue fundado por Norman Manley y el Partido
Laborista de Jamaica (JLP) por Alexander Bustamante. Ambos partidos,
protagonizaron las luchas políticas de la Jamaica independiente. Michael Manley
del PNP ganó las elecciones de 1972 y 1976, y el conservador Edward Seaga las
ganó en 1980. Giovannetti afirma que el apoyo dado por músicos de reggae a
estas campañas fue decisivo, sobre todo en 1972 y 1976, cuando “…ser un músico
“propagandista” junto a Manley en 1972 era tomar parte en los reclamos de los
marginados” (Giovannetti, 2001).
[6] El
cantante jamaiquino de reggae Burning Spear traduce bien esta afirmación de la
visión del exilio temporal en babilonia “Soy sólo un africano/jamaiquino,
pasando un tiempo en una tierra extraña, cuando vuelvo a mi hogar, veo esa gran
señal que dice “nada que declarar”, traducción propia de la pieza “African
Jamaican” del disco Appointment with His Majesty (1997).
[7] Algunos
ejemplos muestran la identidad diaspórica y racial desarrollándose en la década
del 70 a través de las canciones de reggae: “African” de Peter Tosh (1977) “no
importa de donde vengas, mientras seas negro eres un africano”; Black Star
Line” de Culture (1977) “ellos nos sacaron lejos de nuestras tierras, y hemos
sido esclavizados aquí abajo en Babilonia. Pero la Black Star Line vendrá”;
“Children Crying” de The Congos (1976) “Mándanos otro Moisés para guiar la
nación, los hambrientos deben ser alimentados y no habrá así más sufrimiento”;
“Zion Train” de Bob Marley (1980) “el tren al Zion viene en nuestro camino, yo
tengo que agarrar este tren porque no hay más estaciones (…) dos mil años de
historia no pueden ser borrados tan fácilmente”, traducción propia.
[8] Estos
trabajos son: Montes, Karina (2007) Identidades colectivas del reggae caraqueño
para el año 2006. Estudio de caso: Jah Bafana y Negus Nagast, Trabajo de grado
presentado para optar al título de Socióloga (UCV); Silva, Freddy (2006) Influencia
del movimiento Rastafari en Caracas en la formación de identidades críticas
entre jóvenes”, Trabajo de grado presentado para optar al título de Sociólogo
(UCV) y Chacón, Juan David y Cortéz César (2005) Reggae y Rastafari, dos formas
de entender el Caribe, Escuela de Comunicación Social (UCV).
[9] En el
caso mexicano las respuestas a la pregunta de qué suponía rastafari también
aludían, en el trabajo de Benavente (2005), a valores cada vez más universales:
paz, amor, respeto, tolerancia, no discriminación, etc.
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